¿Cuánto debe durar una psicoterapia?

El presente artículo fue publicado en la Revista Digital del Colegio Oficial de Psicólogos de Cataluña, y reconocido como artículo de interés general para el colectivo de psicólogos, al ser seleccionado para la edición del segundo cuatrimestre del Psiara del 2024, dentro del apartado «reflexión y práctica»

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¿CUÁNTO DEBE DURAR UNA PSICOTERAPIA?

Una de las dudas más habituales de los pacientes al iniciar una psicoterapia es sobre cuánto va a durar el tratamiento. Una inquietud del todo comprensible, puesto que están adentrándose en un proceso de incierto recorrido, con pocas o ninguna experiencia previa. Intuyendo que van a tener que dejarse sentir cosas de las que huyen, con una persona que apenas conocen. Motivados por una parte que quiere poner la carne en el asador, y otra, que a su vez, desearía salir corriendo. Pero, ante todo, con unas enormes prisas, fruto de las ganas de zanjar su crisis personal y “estar bien” lo antes posible. Desafortunadamente, no hay, ni puede haber, una respuesta predeterminada a ese interrogante.

La duración de los procesos psicoterapéuticos ha sido un recurrente objeto de debate por parte del colectivo de la Psicología; objeto de discusiones, más bien, porque más que un diálogo constructivo han primado los planteamientos excluyentes, entre los que afirman que un proceso debe tratar de ser breve, y los que opinan que las terapias en tanto que enfocadas a profundizar en el autoconocimiento, deberían ser, a priori, largas ¿Quién o qué debería determinar la duración de una terapia?

Mi deseo es que esta reposada reflexión sobre el tema, sirva para orientar tanto a profesionales como a pacientes presentes y futuros. Hablar de ello, desvelará, como veréis, otros temas de gran relevancia teórica y práctica. Veámoslo.

¿Por qué existe una polarización entre los profesionales?

En el campo de la Psicología existe una miríada de enfoques teóricos y prácticos. Aunque no hay un criterio unificado, se suelen nombrar entre 4 y 10 grandes corrientes de psicología clínica, divididas, a su vez, en muchas subvariantes. Expertos como Alan E. Kazdin calculaba, ya en el 1994, que existían unas 400 escuelas de psicoterapia diferentes. Y dentro de cada una de ellas, también hemos de dar por hecho, que cada profesional tendrá su particular manera de aplicarla. En este ámbito se cumple plenamente ese dicho de “cada maestrillo tiene su librillo”. Y aunque esta multiplicidad pueda ser considerada como una indeseable anomalía, atiende a una insoslayable lógica: es normal que cada psicólogo acabe aplicando aquella propuesta que a él mismo le ha servido, matizada por su propia manera de entender al ser humano y la vida. La elección de un psicólogo/a, no es, sin duda, una tarea fácil.

En lo personal, y por tal de ayudar a orientarse en este vasto océano de propuestas, distingo entre dos grandes grupos, las terapias orientadas al cambio, y las integrativas. En las primeras, el origen del sufrimiento es situado en una disfunción o desarreglo concreto, y el objetivo terapéutico consiste en una subsanación o “reparación” mental o emocional, para que la persona logre lo que se ha fijado, o bien, lo que el terapeuta considera deseable. La transformación se busca mediante estrategias que pueden ser, bien frontales o bien indirectas y disruptivas. Las más de las veces, su propósito último es lograr “estar bien”, tal como cada uno entienda esa idea. En las integrativas, el sufrimiento es atribuido a una falta de contacto con la persona, es decir, con uno mismo y con los demás. El objetivo fundamental, por tanto, es ayudar a conocerse e integrar las partes negadas de uno mismo. Aumentar el nivel de consciencia sobre los diferentes aspectos del Ser, y la responsabilidad sobre la propia vida. En este caso, las transformaciones suceden de manera lateral, como consecuencia misma del proceso de consolidación de la autonomía.

En ocasiones puede suceder, y de hecho suele ser así, que en un mismo proceso terapéutico se combinen procederes de ambos enfoques, pero no hay que perder de vista, que una cosa es el trabajo de aspectos puntuales, y otra, la dirección de la propuesta. Eso es lo que hará, por ejemplo, que en determinadas bifurcaciones interventivas cruciales, el terapeuta acabe decantando el foco de atención y del trabajo, hacia uno u otro lado. Si el profesional no tiene suficientemente madurada esta cuestión, o no es consciente de la dirección que está siguiendo, el tratamiento será errático. Sea como sea, hay que tener claro, que esta orientación general no la determina su teoría, ni la etiqueta que cada uno se autoasigna, sino sus prácticas concretas en el ejercicio clínico. Desafortunadamente, en este ámbito las incoherencias entre la teoría y la práctica son constantes, y tanto los pacientes como los profesionales deben y debemos estar activamente observantes al respecto.

Esta resumida explicación sobre los dos principales tipo de enfoques nos permite, ahora sí, entender el porqué de la polarizada discrepancia respecto a lo que debe durar una terapia. Los profesionales que trabajan en un enfoque orientado al cambio defienden que los procesos deben ser cortos, porque se enfocan a una lógica de problema-solución, y en esa lógica gobierna un principio de economía, “lograr el máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo/tiempo”. Los integrativos, en tanto que entienden la terapia como un proceso evolutivo de naturaleza profunda e imbricada, sobreentienden que esta ha de ser prolongada. Ambos planteamientos entrañan, desde mi punto de vista, ciertos peligros inherentes. Los primeros, en tanto que enfocados al cambio pueden ser presas de una tendencia a acortarlo, los segundos, a alargarlo.

Acortamiento prematuro del proceso

Cuando el profesional está excesivamente enfocado en los síntomas y en los objetivos a lograr, corre el riesgo de instrumentalizar el proceso terapéutico con sus protocolos y expectativas, en detrimento de la calidad de la escucha, el trato y el diálogo. Si a nivel personal, además, el facultativo tiene dificultad para dejarse sentir su propio malestar, y para comunicarse desde un lugar de sincero interés y cercanía, es lógico que abogue por un control más férreo sobre el devenir de la relación, predefiniendo la duración el tratamiento o, llegado el caso, acortándolo prematuramente. Convendría valorar, por tanto, cuándo estos marcos de temporalidad acotados (como por ejemplo en las terapias con un número de sesiones preestablecidas) se diseñan para el bien del paciente, y cuándo se hacen más bien para la comodidad del terapeuta. Hay propuestas, de hecho, que se autodefinen poniendo en el propio nombre de la terapia la duración de la misma; namings, todo sea dicho, insuperables desde el punto de vista de la mercadotecnia moderna ¿Quién no querría una solución estratégica y breve a sus problemas? Sea como fuere, presuponer de antemano la velocidad con la que el paciente va a acoger e integrar la ayuda, me parece, cuando menos, osado.

Una de las argumentaciones que suelen hacer los defensores de acortar las terapias, es que, alargarla puede conducir a una dependencia por parte del paciente. Y ciertamente, las adicciones y las dependencias son omnipresentes en nuestra especie y uno de nuestros grandes talones de Aquiles. La posibilidad de “engancharse” a una terapia o a un profesional no es una excepción. Pero creo que también es un hecho evidente, que para salir de ciertas dependencias físicas, comportamentales o relacionales, se necesita una ayuda constante y comprometida en el tiempo. Y aunque ese miedo a hacerse dependientes es comprensible cuando lo expresan pacientes y legos, por su falta de perspectiva al respecto, no me parece admisible para los profesionales, que sí deberíamos haber reflexionado y aprendido a distinguir entre las dependencias insanas y las dependencias necesarias y transitorias que ayudan a consolidar una mayor autonomía. Así mismo, ¿no es acaso menospreciar la capacidad de discernimiento de los pacientes, dar por hecho que hay que incrustarles límites al proceso porque si no ellos no van a saber ponerlos? Malo sería pensar así, si lo que queremos es legitimarlos.

Existe un tipo de cese terapéutico, que aunque no podría considerarse prematuro, puesto que parte de una legítima decisión del paciente, sí considero que vale la pena nombrarlo. Es un hecho contrastado que una gran cantidad de pacientes, por el mero hecho de sentirse comprendidos y acompañados sienten una mejoría inicial; y eso es algo que sucede independientemente del tipo de modelo terapéutico. Una vez superada esa fase entran en otra de latencia, en la que los cambios ya no son tan evidentes, y que requiere de un trabajo más específico en función de la problemática y la manera de ser de cada persona. Es en este punto, cuando habiéndose aflojado del pico de malestar de la crisis inicial, muchos pacientes dejan la terapia. Ese es un hecho con el que todos los profesionales debemos contar, porque, no nos engañemos, por mucho que entiendan la base y el potencial de nuestra propuesta, e incluso comulguen con ella, la inmensa mayoría viene a nuestras consultas para zafarse del sufrimiento. El compromiso con la persona, con uno mismo y con los demás, para cristalizarse, necesita de mucho más que un tránsito puntual por una crisis personal, y haber descubierto algunas ideas sugerentes sobre nuestro potencial humano y evolutivo. Sucede también, en ocasiones, que tanto el objetivo inicial como el compromiso de los pacientes, evolucionan a medida que van descubriendo aspectos que desconocían, comprometiéndose con ellos mismos a niveles que ultrapasan el objetivo inicial que un día los llevo a la consulta.

Personalmente he comprobado que tanto los profanos como los profesionales que afirman que las terapias deberían ser cortas, no suelen haber experimentado en sus propias carnes los beneficios de una terapia profunda. Y hablar sobre lo que no hemos vivido es algo arriesgado e incluso imprudente cuando se ostenta una potestad profesional y además se clama a los cuatro vientos. En lo personal, aprovecho para decir, que para mí, el aspecto más fundamental para ejercer una buena práctica clínica es, con creces, que el profesional haya realizado o esté realizando un proceso de autonocimiento serio y consistente (me extiendo sobre este tema en mi artículo -Retos internos de la Psicología-).

Para mí es un hecho que los procesos de humanización requieren tiempo (no así, o no necesariamente, los orientados al síntoma), porque en éstos hay que acercarse a males apestados y dolores desterrados, avanzando, muchas veces, a contracorriente. Porque se necesita forjar una relación con el terapeuta que permita sustentar el imprescindible nivel de confianza e intimidad para acoger y dejarse acoger, cuando azoten los vendavales internos, que tarde o temprano, sí, azotarán.

Alargamiento innecesariodel proceso

Las terapias autoconsideradas “profundas”, a menudo se sienten legitimadas a la hora de extender las psicoterapias en el tiempo, porque apelan a la compleja naturaleza del ser humano, y al tiempo necesario e imprescindible para desentrañar la madeja psicológica que hay tras el sufrimiento humano. Aunque es cierto que muchas terapias se alargan en el tiempo más de lo que sería necesario, mi crítica en estos casos no se dirige tanto al tiempo invertido, sino a sus frecuentes incoherencias y trastabilleos clínicos. Demasiado a menudo, estos inician la propuesta de una manera y acaban trabajando de otra muy diferente e incluso opuesta, perdiendo el oremus, girando en círculos, y pervirtiendo su cometido integrativo, si es que en alguna ocasión lo tuvieron. Mi crítica, como digo, no es tanto sobre el tiempo destinado, sino a sus pérdidas de rumbo y sus cuestionables pretensiones. Una de ellas es encarar la psicoterapia como si hubiera que descubrir el origen del actual sufrimiento, marcando la conversación con el paciente con una agenda detectivesca, y revisitando el pasado una y otra vez en busca de traumas, situaciones o culpables de su malestar. Los traumas existen y condicionan, pero no nos determinan; nuestros males no son fruto de lo que sucedió, sino de como nosotros nos adaptamos a ello, y de lo que tuvimos que sacrificar por el camino para poder seguir adelante, tratando de mantener un mínimo sentido de la dignidad. Desde mi punto de vista, la consecución de la anhelada estabilidad pasa, ante todo, por establecer un buen contacto con la persona (con uno mismo y con los demás), y no por resolver o arreglar nada. Si el trabajo terapéutico no se entiende de esta manera, estamos de nuevo ante un proceso orientado al cambio, y a su lógica problema-solución. Buscar la sanación, la autorrealización, el bienestar, la felicidad, o la “iluminación”, por poner algunos ejemplos, difiere del propósito integrativo. Existe, por tanto, en estos casos, un peligro de alargar innecesariamente los trabajos psicoterapéuticos en pos de un utópico e irrealizable ideal de uno mismo.

Otro de los motivos que puede llevar a extender el recorrido más de la cuenta, es la dificultad del propio terapeuta para soltar la relación. Finalizar una relación en la que se ha creado un vínculo emocional, aunque este sea de tipo profesional, puede despertarnos sentimientos de pérdida, rechazo o abandono. Por tal de no retener a los pacientes y ayudarles a hacer el debido proceso de separación y cierre, el terapeuta debe haber hecho por conocerse lo suficiente a este nivel, tener domadas sus contratransferencias, y una buena gestión de la frustración.

Hay, por otra parte, pacientes que pretenden utilizar la terapia como una especie de confesionario; como un lugar donde enjuagar sus sentimientos de culpa; buscando cómplices indulgentes para continuar eludiendo la responsabilidad sobre su propia vida. Ir a terapia les permite autoexonerarse amparándose en la creencia de que ya están haciendo algo por ellos; o aún peor, sofisticando el relato psicológico, y su arsenal de autojustificaciones. Y aunque este hecho distorsionador parta del paciente, es de nuevo el terapeuta quien tiene el deber de identificar y elaborar de manera explícita y sin ambages esta perversa motivación terapéutica. No hacerlo es colaborar con el autoengaño. Trabajar este aspecto, por contrapunto, y eso es algo que he comprobado en mi práctica profesional, puede marcar un importante y significativo punto de inflexión en su vida.

Otro hecho nada desdeñable y moralmente deleznable, tiene que ver con la falta de ética de algunos profesionales de la salud, que de manera más o menos consciente, anteponen sus intereses egoístas, crematísticos o de la índole que sea, reteniendo a sus pacientes con maniobras como la problematización o la confluencia. Una mala praxis de la que no escapa ninguna profesión ni ámbito, pero que sea como sea, conviene identificar y denunciar.

El paciente como protagonista

Después de toda esta exposición sobre los muchos factores que pueden incidir tanto en el acortamiento como en el alargamiento innecesario de un tratamiento psicológico, plantearé mi criterio fundamental al respecto. Y este es que, independientemente de nuestro parecer, la duración de un proceso terapéutico debe decidirla siempre el paciente, porque es él quien tiene la plena y total potestad para decidir sobresuitinerario vital, sus objetivosy la profundidad de su recorrido. Y si pensamos lo contrario, es que estamos faltando el respeto a su sentir y a su dignidad. Nuestro enfoque, recursos técnicos y calidad humana son ofrecimientos que han de ponerse a su servicio, y son ellos los que decidirán sobre la marcha, y en función de lo que vayan descubriendo, qué, cuánto y hasta dónde quieren perseverar.

Personalmente, a lo largo de mis ya casi 25 años de experiencia clínica, he realizado intervenciones que van desde una única y efectiva sesión de orientación, hasta procesos de terapia profunda y seguimiento, cercanos a las dos décadas. Aprovecho para decir que la confianza que muchas personas han depositado y depositan en mí, me convierte en un privilegiado, y que siento un absoluto agradecimiento hacia ellas por permitirme conocerlas, ora con una antorcha en sus oscuras catacumbas, ora con unas gafas de sol en sus más luminosas colinas ¡Gracias, guapos/as!

Reflexiones finales

En conclusión, podemos criticar las teorías y las praxis, tal como he hecho a lo largo del presente documento, pero no la profundidad ni el tiempo que la persona decide dejarse ayudar. Y por tal de salvaguardar esta máxima sagrada, he pensado en algunas preguntas de sano autocuestionamiento que creo que podrían ayudar al colectivo sanitario:

¿Tenemos claro dónde nos situamos nosotros a nivel profesional (cambio o integración)?

¿Cuestionamos o despreciamos de manera más o menos explícita a los pacientes cuando no se ajustan a lo que nosotros creemos deseable para ellos?

¿Sabemos reconocer cuando no estamos preparados para asistirlo en sus objetivos y necesidades emergentes?

¿Tenemos una buena gestión de la frustración y las despedidas?

¿Interponemos distancia con el paciente? ¿En tal caso a qué se debe? ¿Podría estar escondiendo alguna dificultad relacional nuestra?

Para los que queráis seguir profundizando en estas cuestiones recomiendo el capítulo –Seis disposiciones esenciales para la ayuda- de mi libro “Crecimiento INTERpersonal – Más allá del Crecimiento Personal” (Ed. Bubok. 2012), en el que reflexiono sobre virtudes fundamentales en el ejercicio terapéutico. También mi artículo, “Retos internos de la Psicología”, y el instrumento de –Autoevaluación de la Relación Terapéutica- ART, creado en colaboración con el también terapeuta, Joan Rodríguez el 2019, para el asesoramiento a profesionales y empresas del sector asistencial.

Aunque es evidente que me he pronunciado influido por mi posicionamiento terapéutico integrativo, mi objetivo en el presente artículo ha sido adoptar una mirada más amplia y desapegada. Ojalá haya servido para reflexionar desde otro prisma, sobre este vigente y poco ponderado debate en el campo de la Salud Mental.

Soy consciente que los artículos largos ya no están de moda en esta era de la celeridad, los Reels, los Shorts y los TikToks ¡Y por no tener, este documento no tiene ni un mísero clickbait! Mi más sincera felicitación, por tanto, a los outsiders que habéis llegado hasta aquí. Para los que deseéis más información os comparto a continuación mi contacto y redes sociales. Un saludo afectuoso.

Pablo Palmero Salinas

Psicólogo colegiado 14.546

IG @pablo.palmero

pablopalmero.com

Pablo Palmero es psicólogo General Sanitario y divulgador. Tiene 25 años de experiencia clínica y ha escrito varios ensayos sobre su campo de estudio. El último de ellos, “Crecimiento Interpersonal. Más allá del Crecimiento Personal”, donde explora y reflexiona sobre la situación actual en el campo de la Psicología, desmontando mitos y extralimitaciones, y ofreciendo comprensiones para orientarse en el actual maremágnum de ofertas milagrosas.